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Foto del escritorLuis García Prieto

#70 Con Pereira en Compostilla (AVV)

-¿Tú sabes si mañana va a haber bus? Dicen que van a cerrar todo ya por la mañana. Menudo fastidio.

Poca gente en el bus de Pelines a las 12 y media del penúltimo día de agosto del dos mil veintitrés. Mujeres en el tramo bifronte de la jubilación las más, un grupo bastante homogéneo donde el verso suelto es un tipo como yo, con mochila roja y gafas de sol. Mujeres jubiladas, sí, aunque del hogar uno no se puede jubilar, ni de los nietos, ni del cuidado del marido si sigue en este valle de lágrimas. El conductor no sabe nada, o nadie le ha dicho que no pueda circular. Ni afirma ni desmiente, abúlico. Le pagan por conducir.

-¿Qué pasa? ¿Por qué mañana no va a haber bus?

Una señora, que va la primera en el autocar, vuelve a preguntar. No sabe que al día siguiente van a volar una parte de la Central, cercenar la que tiene más chicha, dos anchas caderas de hormigón armado. Se muestra confundida, como si ya no recordara que Compostilla había recogido el finiquito y cerrado la puerta tras de sí.

Yo acudo a ver la Central de Compostilla para despedirme de las torres de refrigeración, las gemelas de perfil rotundo. Esas que si las mirabas desde abajo parecía (ya hablo en pasado) que se te venían encima, unas tropecientas toneladas de acero y cemento, desde sus 90 metros de altura. Dos toberas de un cohete hincado en la tierra, usando una imagen satelital. Las más fotogénicas, más que las otras, las delgaditas, que parece que con un fuerte soplido borrascoso pierden la verticalidad, parece que se libran de momento. Las torres también habían capeado el temporal. Pero ahora no, ahora no hay vuelta atrás, y ese treinta y uno de agosto la dinamita iba a hacer de las suyas bajo la mirada de los drones y los curiosos.

Soy el único que se baja en la parada frente al campo de fútbol de Cubillos del Sil. Hasta el día acompaña en esa transición, donde ya no parece verano y se advierten signos de que el otoño no está muy lejos, con las hojas clareando en amarillo, y una capa blanquecina moldeando la luz, tornándola triste. Se oyen fuertes sonidos metálicos provenientes de la Central, como de astillero del Titanic. Aunque en este caso es el Dragón de Vapor al que desmantelan, la Compostilla II del pasado fabricado con carbón, agua y vapor. Asciendo por la avenida, solitaria salvo por algún coche que se dirige al pantano, y media docena de camiones que giran en la calle Campo del Obispo.

Es entonces cuando la visión se abre y veo la Central. Se nota que queda ya muy poco, que han desmantelado un montón de tuberías, y cada vez se la ve más desnuda y más poquita cosa. Un dron sobrevuela las torres de refrigeración, que será por la preparación de mañana, que no falte un detalle, como los pirotécnicos en la Mascletá.

Avanzo viendo el pantano de Bárcena, con grandes playas, como en una bajamar acentuada en un verano excesivo. Hay un guarda de seguridad y otro tipo charlando donde la toma de agua del Canal Alto del Bierzo. Me meto un poco en la vegetación, pienso en que el guarda me indicará que no siga, o que no haga fotos, pero no sucede, me ignora, intuyo que usa el rabillo del ojo, nada más. La única seguridad es la certeza de lo que ocurrirá en 24 horas. Y un tipo con una mochila roja, gorra calada, no parece un terrorista o un traficante de chatarra en busca de fortuna. Veo las sirenas, de esas que Confederación ha colocado por si revienta el pantano, y el que ande listo que se vaya Pajariel arriba. No sé qué sentido tienen. Deberían haber hecho ya un simulacro, ponerlas en funcionamiento, que la ciudadanía sepa interpretar el alarido, que viene la ola, que el Sil se ha hartado de tanto corsé y corre libre. Barrunto que no lo han hecho por el escalofrío en la ciudadanía eso de oír a la que han colocado en el edificio de los ancareses, en la plaza de Julio el vasco, en lo alto de ese Flatiron del desarrollismo.

Sabía que en ese penúltimo día de agosto me iba a encontrar con alguien con el que charlar, una premonición. Me paro de nuevo, en un acceso a un camino, en mitad de una línea imaginaria de la Central, lo más cerca que puedo estar del perfil. Al poco aparca un Peugeot, se baja un hombre de avanzada edad (menudo eufemismo), con una cámara de fotos al cuello.

-La tiran mañana.

Comenzamos a hablar como hacen las personas de bien, sin presentaciones ni tarjetas de visita. Luego supe que era José Luis Pereira, natural de Rodiezmo, un cazurro (dice él que es) aunque lleva en El Bierzo desde niño. Nos situamos ambos mirando a la sentenciada. Es extraño contemplar algo tan enorme sabiendo que, en horas, todo será polvo y escombro. Una visión especular de la vida misma: polvo eres y en polvo te convertirás. Le pregunto por el pantano, que el estío ha sido seco y no hay visos de borrasca, lo diga Jorgito Rey o los de la Aemet, que andan rebotados con el insolente chaval de las isobaras.

-Lo veo bien, mejor que otros años de sequía. Lo he visto en peores condiciones. En este año no se ve el puente.

Se refería al puente del Camino Real de Carlos III, una infraestructura del siglo XVI en el lado del pantano más cercano a Cubillos del Sil. En el 2016 llegó a tener 85 de los 340 hectómetros cúbicos de agua que puede albergar. Y claro, aparecieron los vestigios de este puente, una señal de alarma, como en esos puentes del Rin y del Elba donde se advierte, grabado en la piedra, la sentencia: “Si me ves, llora”. A mí, cuando el pantano está tan bajo, me da un no sé qué, y prefiero no venir a verle. Y cuando está muy lleno, la inmensidad del agua me produce cierto vértigo, no diré angustia. Quizá sea el poder hipnótico del agua. O, como diría un físico, que aquella masa de agua es energía en estado de reposo, contenida por un montón de toneladas en la presa de gravedad de Bárcena, deseando irse a visitar el Bierzo Bajo, una locomotora pasando por Valdeorras, hasta encontrarse con su afluente, ese Miño con ínfulas.

-Debía de ser el año 1955. Yo tenía catorce años. O trece. Me acuerdo como si lo viera ahora. Hubo una inundación tremenda. El agua llegó hasta el Puente Cubelos. Inundó hasta Brindis. ¿Sabes dónde estaba? Y el polígono de las Huertas, que eran todo huertas. Daba miedo, pero uno es chaval y no sé da cuenta. Corríamos de un lado para otro para verlo, como si fuera un espectáculo, que lo era.

Le escuchaba y visualizada la avenida de la Puebla inundada; y el Polígono, donde ahora son todo bloques de edificios, flanqueado por un parque que bordea el río por su margen derecha, protegido por un dique que, oyendo esto, toma un lógico sentido. Me pareció terrorífico.

-El agua iba a rebasar el dique de la carretera del Pantano, así que soltaron el agua, por miedo a que la presa cediera. No se ha vuelto a ver cosa tal y espero que no se repita.

La estrechez del Puente de Cubelos facilita la unión de las dos orillas. Ahí el agua es obligada a apretarse, a golpear la roca y a girar mirando ya al Pajariel. Una escultura a tiro de piedra lo recuerda, con un reyezuelo y un obispo que se llevan el mérito sin haber aportado mucho, que seguro que se procuraron una buena comisión por su construcción, que la corruptela es más vieja que la esquina. El maestro de obras y un obrero, esos son los que deberían estar ahí fundidos en el bronce.

-Y es que bajo el Puente de Cubelos nos bañábamos, y eso que era un sitio algo peligroso. De aquella la gente no era tan mirada como ahora. Que se murió gente. Sin ir más lejos, el padre de un amigo mío. Se fue a bañar y el remolino lo tiró para abajo. Se quedó huérfano bien joven.

La presa no llevaba mucho tiempo en pie (se yergue cien metros desde la base, una torre de la Rosaleda, que es mi metro de platino iridiado). Se puede elucubrar que el ingeniero Antonio Corral García (que firmó el proyecto definitivo de 1948), dudó en secreto de la capacidad de sujetar aquella avenida de agua prevista pero no esperable. Si era de rezar, a buen seguro rezó.

Seguimos hablando. De la crisis. De los políticos. De la desidia. De la pena de ver a El Bierzo en la encrucijada, inmerecida, sin pájaro sobre raíles ni funcionarios de buenos sueldos. De Javier de Burgos, el lacayo de Fernando VII, que trazó lindes sin sentido, dando al que no da y quitando al pobre. Parece mentira cómo las decisiones de hace casi 200 años nos afectan a estos españoles del siglo de la IA, sin carbón, con poca nieve en las cumbres, ni nieblas eternas como aquellas que había, tan espesas que parecía que podías clavar un cuadro o sostener un andamio.

-Mi padre trabajó en Coto Vivaldi. Yo pude hacerlo pero no me dio por ahí. Fui fontanero también. Aunque me pasé 20 años en Los Ángeles, en Estados Unidos. Me fui de pastor.

No quise preguntar más. Dos décadas en Estados Unidos deben de marcar el carácter de un español de la posguerra. Pereira fue hijo de 1941. Con 82 años muy bien llevados, contenido de carnes, con gafas de pasta. Le hice notar el apellido, Pereira, tan gallego, tan berciano, esperaba que fuera del oeste, de la ribera del Burbia, del Valcarce. Hasta podría haber sido primo del cuentista Pereira con estatua en Villafranca, lejano sí, pero primo al fin y al cabo.

Seguían pasando vehículos por la estrecha carretera que hace de malecón al mar interior que es Bárcena. Un Fiat 500 color crema se paró a decenas de metros. Sin titubear, el conductor se acercó a paso vivo. Nos vio y debió de pensar en que éramos dos amigos que contemplaban el horizonte a la hora del aperitivo.

-¿La tiran mañana? Buscaba un buen lugar para grabar y sacar fotos de la voladura. Es que no soy de aquí, llevo cuatro días en Ponferrada, me he comprado una casa en Valdelaloba. Tengo una buena cámara y no me lo quiero perder, es algo único.

Iban a cortar la carretera, y el perímetro de seguridad iba a ser amplio. Yo le señalo el alto del castro de San Andrés de Montejos, donde han colocado un banco. Aunque llegar allí no es fácil, y un Fiat 500 no parecía lo más adecuado para subir por los empinados caminos de Entre Castros. Pereira y yo convenimos que el mejor sitio es lo alto de la Peña de Congosto. Alzamos el brazo al unísono, señalando la peña que desafía al Meno. Marchó contento, apresurado, algo excitado.

-Igual nos vemos mañana. Estoy jubilado.

Negué con la cabeza. No me apetecía venir mucho a ver el efecto de la dinamita. Algo así como cuando sabemos que mejor recordar a alguien con vida, de pie, no postrado y hundido. Me lo dijo como si estar jubilado le diera pasaporte y salvoconducto para hacer lo que quisiera. Nos despedimos cordialmente. El sol apretaba en un agosto crepuscular. El sonido de un dron, un abejorro de metal, revolvía el aire con su zumbido.

 

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